Cenita romántica

Una parejita, una cenita romántica, una extraña apuesta y buen sexo… ¡¡ON EGIN!!

Este sábado, la parejita, ha reservado mesa en el Avenida Sur, un moderno restaurante especializado en gastronomía andaluza que, pese a su reciente apertura, se ha convertido de inmediato en sitio de moda, y en el favorito de ambos por el tipo de clientes que lo frecuentan, mayormente parejas de mediana edad, y porque los aseos, situados en la planta inferior, quedan bajo el comedor y tienen una acústica excelente.

Ella esta casada, el divorciado. Ella le dice a su marido que cena con Mertxe, una vieja amiga del instituto que él no conoce. A él (el marido de ella) le da un poco lo mismo. Él le dice a su novia actual que va con unos amigos a tomar unas copas, esos con los que pierde horas y horas en estúpidos juegos de rol frente al maldito ordenador y que ella (la novia actual de él), además de considerarlos unos frikis perdedores, ni siquiera tiene interés en conocer.

Ella pide una ensalada de frutos de Huelva y un plato de aguja a la plancha y él gazpacho y solomillo de ibérico, también a la plancha. Acompañan la cena con una botella de Rioja reserva de dos mil once. Comen muy despacio, sonriendo y charlando. De vez en cuando se cogen de la mano y se susurran secretos mientras observan disimuladamente a las otras parejas.

La última vez ganó ella (y las dos anteriores también) de modo que a él le toca elegir en primer lugar. Escoge a un matrimonio que aún parece conservar los rescoldos de una buena hoguera. Ella rubia de bote, unos kilos de más, resultona. Y él con deslucido tupé años ochenta pero de aspecto bonachón y pícaro. Es una apuesta fácil y lo sabe pero el tiempo de la delicadeza y la cortesía hace mucho que quedó atrás. Tres derrotas seguidas  convierten el juego en una guerra sin piedad, se justifica interiormente, y dice, muy serio: doce minutos.

Ella, con la sonrisa puesta, esa que lo desconcierta y lo desarma a partes iguales, elije una pareja particularmente joven. Siete minutos, dice con seguridad aplastante. Una apuesta insultantemente arriesgada que él rápidamente desestima indicando, con tono condescendiente, que al menos el doble de ese tiempo. Ella no se amilana y le reta de nuevo dando el mismo tiempo (siete minutos) también para el matrimonio que eligió él. Por supuesto el hombre no puede evitar una sonrisa burlona de triunfo anticipado. Sus tres últimas victorias (las de ella) la han hecho demasiado arrogante, y por fin hoy es su noche (la de él).

El camarero regresa para comprobar si todo es del gusto de los señores. Lo es. ¿Desean los señores postre?. Claro que lo desean. Crema catalana para él. Tarta de queso y frambuesas para ella. En cuanto el atento camarero se gira ella se levanta y se dirige a los servicios. Al cabo de un minuto exacto él hace lo mismo. Se encuentran en el de señoras. No habrá preámbulos. Saben exactamente lo que va a pasar. Lo mismo que ha sucedido en docenas de ocasiones anteriores. Lo saben mucho antes de ese eterno minuto de espera y antes de levantarse de sus sillas y antes de tener que recorrer, disimulando precariamente su erección él y con los muslos empapados ella, la distancia que les separa de los lavabos.

Ella espera con las bragas puestas porque le gusta que él se las quite (y a él hacerlo) con urgencia, con la rabia del deseo ciego, para justo a continuación sentirse ingrávida un instante cuando él la agarra el culo y la eleva sin miramientos para dejarla caer con asombrosa maestría sobre su polla.

Después se suceden un par de minutos de golpes contra paredes y puertas, que resuenan amortiguados en el piso superior, y provocan cierta alarma entre los comensales de las mesas cercanas, seguidos de inequívocos gemidos que confirman lo que solo los más intrépidos se habían atrevido a suponer.

En menos de treinta segundos se arreglan la ropa, se besan, se felicitan (hoy ella se ha superado y así se lo hace saber él). Salen juntos y vuelven a su mesa seguidos con disimulo por avergonzados ojos a su paso. Apenas se han sentado cuando llegan los postres y piden unas copas.

El matrimonio de la rubia de bote y el tupé de los ochenta susurra con forzada indignación y la pareja más joven lo hace entre nerviosas sonrisitas.

A los seis minutos el hombre del peinado ochentero apremia a su esposa para que se termine el sorbete de limón. La pareja joven no desea postre. Ambos hombres piden la cuenta al unísono y las mujeres se sonrojan de inmediato. La rubia de bote, aun ruborizada, chista a su marido con sonrisa cómplice. A los nueve minutos ambas parejas han desaparecido.

Ella se ha acercado más, gana la apuesta y sonríe burlonamente, satisfecha por su nueva victoria, doble por primera vez, y ya van cuatro seguidas le recuerda. Él se muestra herido por la humillación y hace bien ostensible  su desdén y resentimiento con gestos sobreactuados y, como sumiso perdedor, paga la cuenta antes de abandonar juntos el restaurante.

En la calle se besan de nuevo.

Él pagaría todas las cenas con muchísimo gusto, solo por pasar ese rato con ella. Ella lo sabe pero ambos mantienen esa fingida rivalidad que les incita a quedar otro sábado más.

-¿El próximo?

-Imposible, tengo la comunión de mi sobrino. ¿Qué tal el siguiente?

-Ese no puedo yo, por trabajo, la feria, ya te lo comenté.

-Es cierto, que lástima. Entonces… ¿el siguiente?

-Si, perfecto. ¿Me llamas y me dices donde?

-Claro!, Te prometo una derrota épica…

-¡¡Uy!!, sí, sí, mucho de boquilla y luego…

-Cabrona…

-Perdedor…

-¡Hasta entones guapa!

-¡Chao amor!

Bienvenido nanolector !!! ¿que te cuentas hoy?

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