Andrés

Es cirujano cardiovascular. Es gay.  Se llama Andrés.

ANDRÉS

Andrés salva vidas. Andrés trabaja como cirujano cardiovascular en el hospital universitario. Este último mes lo ha pasado de baja por depresión, sin salir apenas de su casa. Varios errores en sus últimas intervenciones han puesto en riesgo la vida de un par de pacientes y le han costado al hospital un generoso desembolso económico en concepto de indemnizaciones y a pesar de una trayectoria previa excelente, la junta directiva del centro hospitalario no ha tenido más remedio que expedientarlo y apartarlo temporalmente de sus funciones.

Ahora los medicamentos y el alcohol le permiten arrastrar su lúgubre existencia. Desde que Roberto le dejó, hace ya ocho meses, su vida se ha ido derrumbando poco a poco. No se le escapa la ironía de que precisamente él, que ha dedicado su vida a reparar corazones, tenga el suyo tan roto que sea incapaz de recomponerlo. Y especialmente cruel le resulta que quien se lo ha roto sea otro cirujano. El mismo que hace tres años, en aquella preciosa habitación de sabanas revueltas del lujoso hotel al que acudieron por la convención anual de cirugía cardíaca, le susurró: ‘Yo me ocuparé siempre de tu corazón, nunca olvides que soy cirujano cardiovascular‘. Se enamoró de inmediato, le quiso muchísimo y se lo demostró siempre que pudo. Ahora piensa quizá ese fue su mayor error…

También piensa, a pesar de ser medico y por ello plenamente consciente de la estupidez de la idea, que si pudiese se abriría el pecho para tratar de reparar su propio corazón. Si hablaríamos del hígado o del estomago o del páncreas o del bazo o incluso de un riñón, lo intentaría. Está seguro de que sería capaz de administrarse anestesia local, realizar una incisión en el abdomen, hurgar hasta extraer el órgano en cuestión y examinarlo antes de morir por algún tipo de insuficiencia. Pero claro, el corazón es el corazón, y se halla alojado en una jaula acorazada de fuertes barrotes de hueso. Inaccesible. Debería de cortarse el esternón de arriba a abajo y luego abrirse la cavidad torácica para poder llegar al órgano, antes de poder cogerlo y examinarlo. Y eso, incluso en sus delirantes sueños etílicos, sabe que no es posible.

No obstante puede que haya otro modo. Si adquiriese una conciencia plena de ese músculo impulsor de vida, una conciencia total como la que tiene sobre su mano o su pierna que le permite moverlos a voluntad, entonces podría sentirlo realmente y quizás calmar ese dolor. Para lograrlo necesitaría refrescar sus técnicas de meditación y conocer cada célula de su malogrado órgano principal.

Aun conserva algunos contactos en el hospital que le permiten hacerse un escaner en tres de en color y en tiempo real con un TAC de última generación. En casa visualiza la secuencia tridimensional desde todos los ángulos posibles cientos de veces hasta que asimila todos y cada uno de los detalles por pequeños que estos sean y después, durante semanas, realiza numerosos ejercicios de concentración y visualización.

Ahora es capaz de sentir cada uno de sus latidos. Y con cada sístole y cada diástole él cirujano ve su corazón moverse en perfecta sincronía con ellos. Ve cada válvula y cada ventrículo, siente el flujo del espero líquido atravesando venas, arterias y cavidades. Ahora ese músculo principal es uno más, cuando se concentra el ello puede contraerlo como cuando guiña un ojo.

Hace varias pruebas para asegurarse, lo acelera. Bump…… Bump…. Bump.. Bump. Bump. Bump. Lo frena. Bump. Bump.. Bump… Bump….. Bump…… Bump…………. Bump. Lo detiene un par de segundos. Bump… Bump…………………………………………….. Bump… Bump.

Hace todas las pruebas que se le ocurren hasta que su control del musculo es absoluto, pero el dolor no cesa y para colmo mañana es San Valentín, lo que le produce una especial angustia.

La solución surge inesperadamente en su cabeza. Roberto ha ignorado todos sus mensajes anteriores. Con este no podrá hacer lo mismo. Menos aún siendo él también un experto cirujano cardiovasvular. ¿Quién mejor para valorar en su justa medida su logro?

Rescata de un oscuro armario una vieja caja de madera y cuero que conserva desde sus tiempos de facultad y de ella saca una obsoleta pero cuidada máquina. Carga con tinta negra los pequeños recipientes de unas finísimas agujas, y coloca un rollo de papel un poco amarillento debido a los años. En un folio imprime un alfabeto Morse que ha descargado de una página de internet. Lo estudia un rato, lo memoriza. Se pone cómodo en una butaca y se coloca los electrodos sobre el pecho. Se relaja. Bump…Bump…Bump…Bump.

Y tras una breve pausa comienza: Bump…. Bump… … … … Bump. Bump. Bump..Bump.. Bump…. Bump y continua con la arrítmica sucesión de curvas en el papel hasta que las lineas en el cardiograma se hacen definitivamente horizontales y monótonas. El folio se le escapa de la mano y cae al suelo. Minutos después lo hace el papel de la máquina cuando este se agota. Metros y metros de planas lineas negras perfectamente paralelas pero antes de eso también han quedado registrados, en ese universal lenguaje de petición de auxilio, que es el Morse, crestas y valles de negra tinta que una vez decodificados formarán el siguiente mensaje breve: ‘Roberto aún te amo’.

Lo siento gente, hoy es un día triste que merece un relato triste. Os adelanto que tiene continuación… Sera el próximo… ROBERTO

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