Uno de dragones

Supongo que en toda colección de cuentos no podía faltar uno de dragones así que aquí lo tenéis. Además es uno de mis favoritos…

(Aprovecho el día de mi cumpleaños para regalaros un relato al que tengo especial cariño. Ojalá os guste)

 

UNO DE DRAGONES

En este cuento de hadas la princesa es la hostia. ¡Vaya!, que no es una princesa al uso quiero decir. Es bellísima por supuesto, como el resto de princesas del resto de cuentos de mágicos reinos fantásticos. Ya sabes: luce una larga melena dorada como el sol.  Unos ojos inmensos y muy azules, pero mucho ¿eh? De un azul eléctrico intenso y tallados como diamantes. Siempre lleva puesta una sonrisa contagiosa de dientes perfectos y blancos, acorralados por unos labios rojos y sensuales. Y el cuerpo… bueno el cuerpo no te lo describo porque esto es un relato infantil, ya me entiendes… Pero bien podía ser la chica del poster central de cualquier Playboy Fantasy especial Princesas (¡atención niños!, esa es una revista solo para los papas) y por supuesto sin nada de silicona ¿eh?, que en la época en la que situamos el relato aún no tienen de eso.

El caso es que, además, la tía es inteligente y con criterio. Ya desde pequeñita le han parecido un poco ñoñas y bobaliconas todas las historias de princesas. Al fin y al cabo ¿de qué presumían esas princesitas de cuento de hadas? Todas tan monas y delicadas, tan vírgenes y tan puras y castas y tan, en definitiva, mortalmente aburridas…  Y esperando, siempre esperando. A que un príncipe azul, a que algún guapo galán de sangre noble las conquiste. Siempre esperando a ser rescatadas. Y ellas entre tanto… ¿Qué? Encerradas en sus torres ¿no? En castillitos de princesa con docenas de sirvientes mientras sus pretendientes exploran recónditos lugares en su búsqueda y viven singulares y emocionantes aventuras.

Vale, y entonces… ¿ese es su rol? (eso piensa nuestra protagonista), ¿es qué ellas, las princesas de los cuentos, no tienen nada qué decir? ¡De eso nada! No le parecía justo y es por ello que desde su más tierna infancia, y muy a pesar de sus conservadores y preocupados padres, se ha entregado en cuerpo y alma a las masculinas artes de la lucha. A cualquier tipo de lucha de la que hubiera conocimiento en la comarca. Y ahora domina todas las modalidades conocidas en su región como el tiro con arco, las dagas, los puños y la espada y hasta algunas otras de exóticos reinos extranjeros y desconocidos como esos que llaman orientales. Gracias a su tenacidad, al gran esfuerzo dedicado y al considerable tiempo invertido en su adiestramiento ha moldeado su cuerpo y su mente para el combate y, con orgullo, ahora puede considerarse más fuerte, veloz y ágil que cualquier persona que conozca.

Es el momento pues de salir a por su Príncipe, de conquistar nuevas tierras. Se siente preparada para luchar contra peligrosas bestias y descubrir fastuosos tesoros y así, con la bendición de sus padres que ya hace años que no se atreven a llevarle la contraria, y en compañía de un paje y una doncella como sirvientes, ha abandonado la cómoda vida del castillo que la ha visto crecer para tratar de encontrar un buen mozo de sangre azul que sea digno de ella.

La gesta se presenta más complicada de lo que nuestra Princesa se esperaba. Su fama la precede y en todos los Reinos por los que pasa la miran raro y le ponen las mismas excusas: que si el Príncipe esta fuera en estos momentos por asuntos diplomáticos, que si ya está comprometido, que si no volverá hasta que conquiste un remoto Reino, etc…

Pero ella no desfallece recorres llanuras y montañas hasta que un día, por fin, llega a un lugar muy lejano y aislado, tanto que aún no han oído hablar de ella, y toda la Familia Real, Príncipe macizo incluido, la reciben entusiasmados en el bello y fastuoso Palacio Real. La Princesa les expone sus intenciones casaderas y los regentes, aunque un poco perplejos, aceptan con una condición: Su Reino mejoraría notablemente si tuviesen acceso a las riquezas que se ocultan en el fondo de una profunda caverna custodiada permanentemente por un inmenso dragón al que nadie ha podido derrotar. Si ella da muerte a la maligna bestia podrá participar de tales bienes así como desposarse con el apuesto Príncipe y formar parte de la Familia Real para ser felices juntos por siempre jamás.

La muchacha esta encantada, ¡ya te digo!, está encantadísima. Eso es exactamente lo que buscaba y deciden partir sin demora. Junto a la comitiva real viaja un nutrido grupo de vecinos y curiosos que quieren ver el desenlace de la batalla. La joven guerrera, amable y cercana, habla con ellos y se gana la simpatía y aprecio de todo el grupo. Durante todo el trayecto, el Príncipe, celoso de atenciones, no se separa ni un momento de su futura dama mientras le cuenta sus logros en la Corte. Con grandes aspavientos relata sus cacerías de ciervos en las que invariablemente resulta vencedor y habla de sus habilidades artísticas y musicales incluido el canto y por supuesto la danza, los bailes anuales en el gran salón de Palacio no serían lo mismo sin él. Le habla de sus estudios de economía y desarrollo feudal. Incluso le enseña unos bocetos, que él mismo ha hecho, del chalecito que pretende construir para ambos en la colina adyacente al Castillo de sus reales padres (los de él) y en breve sus reales suegros (los de ella). Contará con huerto ecológico, un parking para dos carrozas grandes y amplio terrenito para los animales y los niños. Porque tendrán varios hijos, cuatro al menos. Repetidas veces le dice cuanto la amará, la amará muchísimo y la será fiel por supuesto. Se acabaron ya las doncellas de una noche y el derecho de pernada. El Príncipe está infinitamente feliz por el futuro que les aguarda juntos y se lo hace saber cada pocos kilómetros.

Tras dos pesadas jornadas a caballo llegan al valle donde se ubica la entrada a la cueva del dragón poco después del mediodía, con un sol espléndido cayendo a plomo sobre la hierba y los arboles y las mariposas. El populacho se coloca en semicírculo a una distancia prudencial. La Princesa, antorcha en mano, entra en la fétida boca de la montaña y tras una tensa espera se oyen fuertes rugidos en el interior. El terreno tiembla levemente y la muchacha sale corriendo de la gruta seguida de cerca por un inmenso dragón jaspeado de negro y gris. Todos chillan con agudos gritos de gargantas contraídas por el miedo y se alejan atolondrados, tropezando y cayendo.

Ella frena en seco y se encara con la criatura. Se miran. Sin previo aviso la Princesa inicia una carrera hacia la mole negra. Salta sobre una pata, sobre su cabeza, sobre el lomo, y a medida que lo hace lanza fieros cortes con sus dagas que producen pequeños surtidores de líquido rojo. El silencio expectante se convierte en una explosión de vítores. El dragón se revuelve rabioso y la enfoca con odio. Con su fantástica cola propina terribles latigazos que barren las flores y que ella hábilmente esquiva, mientras lacera el apéndice de la bestia con su espada. El animal la embiste y ella hace otra tanda de increíbles saltos y giros sobre él, a la vez que combina espada y dagas con poderosos movimientos. Nuevos chorros carmesís y escamas explotan en el aire. Otra ovación. El dragón ruge con furia y se revuelve ciego de ira.

La princesa suda adrenalina por cada poro de su piel de seda. Se mueve por instinto, sin ser del todo consciente de sus propios actos. Como poseída por un poder endorfínico superior asesta golpes con codos y rodillas, con puños y pies, corta con dagas y espada sin parar de moverse en un frenesí sangriento que salpica al, cada vez más cercano y confiado, grupo de curiosos que enardecido corea cada nueva herida inflingida.

Finalmente le ha clavado la espada hasta la empuñadura en la base del cráneo y el dragón se ha desplomado pesadamente sobre un gran charco de su propia sangre. Una ola roja empapa con el espeso líquido a los espectadores más próximos. Nuestra protagonista, coronada con pegajosos tirabuzones pelirojos, se limpia los ojos y la cara, resopla exhausta varios segundos, recupera su espada y salta sobre el césped cubierto de pequeños rubíes para dirigirse a paso lento hacia el lugar donde la sorprendida Familia Real la espera impaciente. Un pasillo de admiración y júbilo se abre a su paso. El Príncipe la contempla con orgullo, con la boca entreabierta y lágrimas en los ojos. Se arrodilla ante ella, abre un pequeño cofre y le muestra un enorme anillo de oro con un gran diamante de doce quilates. La joya hiere con finisimos rayos de sol los ojos de los congregados que a coro exclaman: ¡¡Ohhhhhh!! Ella lo mira unos segundos, lo besa con ternura, monta en su caballo y, sin decir ni una palabra, sale al galope de allí. No quiere perder ni un instante. Un lugareño que participaba de la extensa caravana de curiosos le ha contado la historia de un apuestísimo Principe de un Reino cercano (puede que incluso más rico que este) en el que una terrible criatura de ocho cabezas se ha convertido en la pesadilla de la zona…

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