El Primer Hechicero IV

Cuarta entrega del relato corto El Primer Hechicero

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EL PRIMER HECHICERO

 

IV

Mantenían cierta distancia entre ellos. La comida escaseaba y la poca carne que podía conseguir se la daba a la fiera, que no cazaba y no lo haría durante bastante tiempo aún, mientras él se alimentaba de raíces, bayas e insectos. Un día cazó un jabalí y ambos pudieron comer carne durante una semana.

No había vuelto a ver ningún rastro de su tribu y pensó que quizá avanzaba en dirección equivocada pero no había modo de saberlo. El lobo ya no llevaba la pata entablillada y aunque los gruñidos habían cesado, había recuperado la fuerza y agilidad suficientes para resultar peligroso y el hombre le vigilaba receloso, sobre todo de noche, cuando el animal podía aprovechar su sueño para sorprenderlo y por eso siempre dormía en algún árbol o roca elevada.

En una ocasión creyó ver cumplidas sus sospechas cuando le despertaron los gruñidos roncos del animal junto a su oido, de un salto se alejó dos metros y el lobo ni se inmutó, siguió gruñéndole a la noche, en la misma dirección en la que aparecieron dos débiles reflejos de luna, seguidos de dos más que finalmente fueron media docena.

Observó aterrorizado como los brillantes ojos de las bestias se desplegaban y se acercaban a la roca en la que se encontraban desde diferentes ángulos. Cogió una rama excepcionalmente recta a la que había sujetado una puntiaguda piedra de sílex en el extremo y se dispuso a repeler el ataque. Los lobos avanzaron cautelosos pero con la confianza que les daba la superioridad de la manada. Los dos primeros que intentaron trepar a la roca recibieron sendas estocadas y huyeron entre lastimeros aullidos, el resto paró un momento, como evaluando la situación y decidieron continuar el asedio, pero no tenían la capacidad de sincronizarse para atacar en el mismo instante de modo que a medida que intentaban subirse a la roca eran repelidos una y otra vez por la lanza que se clavaba sin piedad en su carne.

El más grande de ellos tenía heridas recientes en hocico y orejas, Lobo le gruñía con más odio que al resto y no le perdía de vista. Cuando le alcanzó la lanza y huyo cojeando Lobo saltó de la roca y aferró sus colmillos en el cuello, se dejó arrastrar y ambos se perdieron en la noche. Otro quedó muerto al pié de la roca, los demás huyeron dejando irregulares lineas rojas sobre la blanca nieve que Hombre pudo ver al amanecer.

Lobo regresó acompañando al primer resplandor en el cielo, con el hocico y la cara teñidos de rojo por la sangre y un extraño brillo de triunfo en los ojos. Hombre despellejó y descuartizó al lobo muerto cerca de la roca y siguieron su camino.

Pasó otro mes hasta que llegaron a las montañas que había divisado tiempo atrás y descubrieron que tras ellas se extendían más y más montañas hasta donde alcanzaba la vista. Ese no podía ser el camino de modo que volvieron sobre sus pasos y avanzaron de nuevo paralelos a la cordillera de jóvenes y escarpados picos blancos.

Cada día más juntos y ahora también cada noche. Habían creado un vínculo inexplicable que les mantenía con vida. La estrategia e inteligencia del hombre junto a sus herramientas y los afinados sentidos del animal los convertían en un equipo letal.

Caminaron semanas y meses por bosques y valles, ya recuperados de sus lesiones, cazando juntos, aprendiendo juntos, hasta que encontraron un lugar en el que otros hombres habían permanecido varios días a juzgar por la cantidad de restos de huesos de animales. Tras inspeccionar la zona y alrededores encontraron dos cuerpos parcialmente devorados por alimañas. Las pieles y objetos que aún permanecían bajo las piedras confirmaban su pertenencia a la tribu de Hombre. Avanzaban en la dirección correcta.

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