El Primer Hechicero III

Tercer capítulo del relato corto El Primer Hechicero

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EL PRIMER HECHICERO

III

Había transcurrido un mes desde su desgracia aunque él no era realmente consciente del paso del tiempo puesto que no podía contar hasta treinta noches, ni siquiera hasta diez. Simplemente el tiempo pasaba y él, contra todo pronostico, seguía vivo. Avanzaba muy despacio por su lesión y no esperaba alcanzar al resto de su Clan pero sabía que en algún lugar se detendrían, y entonces se reuniría de nuevo con ellos.

En su camino trataba de seguir los rastros de huesos y las huellas en el barro que dejaban en su marcha pero no era fácil. No ahora que caminaba por terreno cubierto de nieve reciente, nieve que había borrado cualquier huella posible. Miró hacia atrás, todo lo lejos que pudo, buscando un punto por el que hubiese pasado y prolongó una linea recta hacia el frente hasta unas montañas lejanas. Allí se encaminaría si no localizaba más huellas.

Un día encontró el cuerpo de un joven lobo. Estaba muy delgado e inmóvil, con una pata ensangrentada y rota como lo había estado la suya no hacía mucho. Las costillas se adivinaba claramente bajo el pelaje blanco y gris. Apenas obtendría carne de esos restos pero la piel le sería muy útil. Se acercó con una piedra de sílex bien afilada en la mano y el animal, en un gesto imposible dado su estado, le sorprendió con un rápido movimiento y le clavó sus colmillos en el brazo. De forma instintiva le golpeó la cabeza con la parte redondeada de la piedra y el lobo se desplomó entre débiles gemidos. El animal estaba exausto y el mordisco fue tan débil que apenas le había provocado herida.

Levantó la herramienta de piedra apuntando con el borde afilado hacia el cuello de la fiera y sus miradas se cruzaron. Los ojos claros del lobo le recordaron a la niña y su lamentable estado a sí mismo, y así permaneció un tiempo, queriendo hacer lo lógico que era matar al bicho que acababa de morderle y conseguir su piel, pero con la extraña sensación de verse reflejado en el animal. Tan sólo hacía unos día él mismo era ese animal.

Bajó el brazo y guardó el sílex. Sujetó la cabeza del lobo que ya no opuso resistencia y examinó la herida. Era similar a la suya así que, entre lamentos y gruñidos, le hizo lo mismo que antes se había hecho a si mismo. Después le ofreció unos pedazos de carne que el lobo devoró con dificultad pero con ansia.

Se quedó por los alrededores unos días en una infructuosa búsqueda de algún rastro del paso de los suyos por un terreno que olvidaba el pasado con cada nueva nevada. Y alimentó al lobo. Este parecía mejorar muy rápidamente, comía con apetito y le gruñía cada vez que se acercaba.

Tenía que continuar su camino y no esperaría a que el animal se recuperase lo suficiente como para convertirle a él en su próximo sustento. Le pareció justo dejarle una generosa porción de carne antes de partir al alba.

El lobo debió de presentir algo extraño porque trató de seguirlo pero la capa de nieve era gruesa y la pata herida que no podía flexionar le impedía avanzar. Tras unas horas lo perdió de vista y entonces escucho unos aullidos desgarradores. Decidió volver sobre sus pasos y cuando, en la distancia, se vieron de nuevo, los aullidos cesaron. Era algo extraño, insólito. Y él percibía algo más, algo que no podía explicar porque ni siquiera podía entender. Como las pequeñas luces en el cielo negro o las gotas de agua en la delicadísima, y a la vez complicada red de las arañas. Esos agónicos aullidos incluian algo extraordinario, algo incomprensible y misterioso que lo llamaba a él, únicamente a él.

Regresó hasta donde se encontraba el lobo que en esta ocasión y por primera vez no le gruñó. Encontró unas rocas cercanas donde cobijarse y pasaron allí otra semana hasta que el animal fue capaz de cojear sobre la nieve, después ambos continuaron el camino.

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